24 septiembre 2010

La historia de Publio Cordón

—La cuestión es que desde mi más remota infancia siempre llevo los cordones de los zapatos sueltos: yo los ato y ellos se sueltan. Uno de los recuerdos más lejanos que tengo es a mi hermano mayor diciéndome que me ate los cordones, que me los voy a pisar y me voy a volver a caer; sin embargo, no recuerdo haberme caído nunca por pisarme los cordones.

»Es cierto que hubo un tiempo en el que intenté llevar zapatos sin cordones, pero no los soportaba: por alguna extraña razón que escapaba a mi entendimiento, no estaba a gusto sin cordones en los zapatos: sentía unas tremendas náuseas y me costaba reprimir el vómito, por eso apenas llevé zapatos sin cordones durante tres días, hasta que vomité. Tras ese incidente renuncié a la ausencia de cordones en mis zapatos.

»No había manera de que los cordones no se soltaran, y con esta afirmación vuelvo al principio, que en este caso es como volver al final: yo con los cordones de los zapatos sueltos.

»Te puedo contar, por ejemplo, que esta misma mañana me paré en medio de la acera y me até los cordones, que para variar se habían desatado. Después de atarme los cordones de los zapatos me reincorporé y eché a caminar. Estaba harto de que se me desataran. Había utilizado todo tipo de cordones pero, indefectiblemente, todos los nudos que ataba se acababan soltando. Y es que esta mañana, tras anudar los cordones, les eché pegamento extrafuerte: al cabo de dos calles advertí que el cordón del zapato derecho se había soltado y se había quedado pegado en la pernera del pantalón, y no pude despegarlo sin dañar la tela de mi pantalón apenas estrenado.

»Así que regresé a mi casa a cambiarme de pantalón y de cordones. Salí con unos vaqueros negros y los cordones atados, pero al cruzar el primer paso de peatones que encontré en mi camino me di cuenta de que llevaba los cordones desatados, de nuevo, así que me paré en medio de la acera y me los até, pero al cabo de unos minutos volvía darme cuenta de que se habían soltado. Como tantas otras veces, renuncié siquiera a intentar atarlos y seguí mi camino hasta que llegué aquí, al Ayuntamiento, para interponer otro recurso contra el fraudulento sistema de recaudación de impuestos llamado O.R.A. Lo que ha pasado desde entonces ya lo sabes...

* * *

Mientras esperaba en la cola, releyendo su escrito, notó una voz de mujer entrando en su oído. Levantó la vista de sus propias palabras y giró la cabeza. Sus ojos, entonces, se tropezaron con una chica que le decía que llevaba los cordones de los zapatos desatados:

—... y ya sabes que si te los pisas te puedes tropezar y caer —le dijo, con una sonrisa que delataba, indudablemente, cierta simpatía y atracción.

—¿Sabes? Hace treinta y tres años, bueno, quizá algunos menos, desde que uso zapatos y zapatillas, que llevo los cordones sueltos.

Y mientras miraba a la chica a los ojos y veía en ellos un asomo de incredulidad, pero también de diversión, añadió:

— Y jamás he tropezado, ¿te lo puedes creer?

— Mmmm... -la chica vaciló-

— Por cierto, ¿cómo te llamas?

— María.

— Encantado —le dijo, dándole dos besos en las mejillas mientras le cogía el hombo derecho con su mano izquierda— , yo soy Publio Cordón —y ambos rieron—. No, mujer, que es broma: me llamo Jose.

— Hola —dijo la chica, sonriendo— . Es difícil de creer eso que dices, ¿no?

—Sí, pero lo puedes comprobar: yo me ato los zapatos, o si quieres me los atas tú, para que estés más segura, y nos tomamos un café en el bar de aquí al lado. Si antes de llegar al bar mis cordones siguen atados, te invito yo al café; si cuando entremos en el bar ya se han soltado, me invitas tú. Y si quieres de camino te cuento la historia que tengo con los cordones de los zapatos.

—Anda... —la chica volvió a reír. Él sabía que cuando las chicas volvían a reír, lo demás era fácil-. Vale, acepto.

Y tuvo que invitarla él al café, aunque luego ella se pagó unas cervezas, y después él otras.

Durante el primer segundo nada más despertar a la mañana siguiente le costó situarse, pero enseguida recordó que estaba acostado en la cama de María, la chica que conoció en el Ayuntamiento. Sin apenas hacer ruido, se levantó, se vistió y, tras atarse los zapatos, escribió una nota con su número de teléfono y se la dejó dentro del frigorífico, apoyada contra los racimos de uva.

Mientras caminaba hacia su casa pensó que qué buena la idea de los cordones sueltos. La próxima vez que viera a María, si es que la volvía a ver, quizá le contaría la verdad.

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