10 septiembre 2013

Las tres Gracias


En la puerta de Boutique
encontré a las tres Gracias
una noche de verano
cuando los grillos cantaban
sus baladas al amor
y a la belleza sagrada.

No eran estas mujeres
cárites de Grecia clásica,
sino féminas modernas
que sobre un coche recreaban
la imagen que los artistas
de este mito dibujaran,
pero no de pie desnudas,
sino vestidas, sentadas.

Sus nombres no eran tampoco
Talia, Eufrósine y Aglaya,
ni tenían en sus manos
un velo o una manzana,
y siendo las situaciones
tan distintas por lejanas,
la esencia era la misma,
pues las mismas son las Gracias.

Yolanda, Eulalia y María
son los nombres de estas damas
que jugaban como ninfas
sobre el móvil derramadas
haciéndose algunas fotos
en el Centro de la Fama;
mas Mari, Lali y Yoli
gustan ellas ser llamadas,
sin saber que de esta forma
se evoca a las cortesanas
que adoraban los poetas
de las centurias doradas,
donde Fili, Lisi o Clori
son el centro de alabanzas
por el incendio en que arden
sus ojos como esmeraldas,
sus cabellos como soles,
sus bocas como granadas,
y por cómo les consumen
a los poetas el ánima
con sus silencios glaciales
y su altivez calculada.

Mas ni las cárites griegas
ni las doncellas romanas,
ni las Filis deslumbrantes
ni las Lisis soberanas
alcanzan la cegadora
belleza de estas tres Gracias
de curvaturas modernas
y de miradas ingrávidas
que hipnotizan inconscientes
y me secuestran el alma.

Lali es la morena hembra
que alumbra mis madrugadas
y me sentencia a un destino
de volcanes y de lava:
con el fuego de sus ojos
sin piedad mi ser arrasa,
como un huracán de estrellas
que me enterrase sin pausa
en un abismo de luz
y de lujuria hierática,
y encendiera mis carnales
y mis telúricas ansias
de ser un hombre de barro
que entre sus manos se abrasa.

Yoli es la reina que rubia
ilumina mis mañanas
con la alegría divina
que su melena devana:
sus cataratas de oro
y de pasión desbocada
embotan toda razón
con sus tenaces fragancias,
dejándome a la deriva
en la voluptuosa magia
de sus piernas tentadoras
vestidas con minifalda,
promesas de paraísos
donde el olvido naufraga
y el placer nace puro
y dulce como palabras
que sus labios desbordantes
en susurros pronunciaran.

Mari es la diosa más pura
que mito alguno creara:
su cuerpo hecho de auroras
y de dulces añoranzas,
sus mejillas de relámpagos
y de miel ruborizadas,
sus ojos de mil deseos
y de lascivas galaxias,
sus manos acogedoras
llenas de amor  y de magma,
toda ella un universo
de insomnios y de alboradas
que se expande lentamente
y mi júbilo desgrana,
dejando un rastro de besos
en un sendero de lágrimas
que niega toda agonía
e inunda todo de gracia.

He aquí las tres mujeres
(dos de ellas son hermanas)
que una noche de verano,
mientras la luna soñaba
trazando en el cielo abierto
setenta estelas de plata,
sin saberlo se encarnaron
en las tres míticas Gracias,
pero ahora postmodernas
y más griegas que romanas,
y me hicieron prisionero
entre sus labios de ámbar,
entre sus risas de musas
y entre sus uñas de nácar.

Dejad que solo la muerte
me secuestre enamorada
y me aparte eternamente
de estas tres damas.
Dejadla,
cuando los grillos nocturnos
se olviden de sus baladas.

09 septiembre 2013

Al pie de la letra

Hace once años se enteró de que reírse prolongaba la vida. Fue una tarde de esas en las que no esperaba nada, el cielo estaba nublado y pensaba pasársela acurrucado en el sofá viendo alguna película, tapado con la manta, pero a eso de las cuatro y media lo llamó su amigo al interfono, Oye, vente a tomarte un café aquí abajo, que te tengo que contar unas cosas, así que él bajó y, entre otras muchas cosas, como que Beatriz, la Doctora, que estaba terminando Medicina en Granada, pensaba especializarse en neurología, o como que a Juanillo, el Rasta, lo habían visto la semana pasada por Lisboa con su espectáculo de funambulista, o como que Ana, la Vecina, iba a ir a un concierto de reggae el viernes siguiente, de reggae, Edu, de reggae, ya sabes lo que hacen allí, tío, eso le dijo, o como que Charo, la Fumeta, le había dicho que le preguntase que a ver cuándo la invitaba a tomar unas cervezas, pero que ya sabía, añadió él, que lo de las cervezas era un decir, una excusa para conocerlo mejor, para estudiarte mejor, Edu, ya sabes que te va a estudiar, tío, la Charo es así, eso le dijo; entre esas y otras muchas cosas, también le dijo que había leído en el periódico que los científicos de no sabía qué universidad de por ahí, de Inglaterra o Alemania, o de Estados Unidos, habían confirmado que reírse alarga la vida.
¿Pero cómo…? —Le preguntó pálido, casi incrédulo, a su amigo.
¡Quién sabe, Eduar, quién sabe! Pero dicen que puedes vivir no sé cuánto tiempo más según cuánto y cómo te rías, depende de la duración, la intensidad, la energía, el timbre, fíjate, a mí se me ha quedado la frase esta: hay una relación directamente proporcional entre el tiempo de risa empleado y el tiempo de vida ganado, ya sabes, terminología científica, tío, pero es así, Edu, la vida es así de asombrosa.
Y él no salía de su asombro, pues acababa de tomar consciencia plena de que, riéndose, podría ser inmortal, así que desde entonces no ha dejado de reírse salvo para lo indispensable: dormir y comer, pero últimamente se le ha visto comiendo con la boca abierta, o más precisamente riéndose mientras come, y hay quien afirma que ha aprendido a hablar en sueños, y que lo que dice le provoca continuas carcajadas.
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*Nota. Quizá piense el lector, dada su inclinación a pensar de esa manera, que quien afirma que Eduardo ha aprendido a hablar en sueños es alguna mujer con quien haya podido compartir lecho. Se equivoca el lector. Quienes tal afirman son los vecinos del 5ºB, del 5ºD, del 4ºC y del 6ºC. Listillo.

07 septiembre 2013

¡No se preocupen!

Tenía una vida de película, pero de película de Hollywood: fue la chica más popular de su colegio, la más envidiada de su instituto, la más admirada de su barrio, la más reconocida en su ciudad y, para mayor gloria, se casó con el médico más famoso de su país, un cirujano de renombre internacional. No hace falta que describamos aquí el día de su boda: piense el lector en una boda de película, pero de película de Hollywood, y se hace una idea. Tampoco es necesario que digamos nada de su casa ni de sus viajes: el lector puede hacer lo mismo.
Sin embargo, sí diremos algo del deseo más profundo que albergaba esta mujer en su interior y que nunca, por un extraño pudor morboso, pudo confesar a su marido, por más que hoy se ha arrepentido infinitamente de no habérselo contado nunca, porque hoy es nunca para este ilustre cirujano.
Los primeros años de matrimonio le obsesionaba la idea, y a veces se descubría esperando que pasase algo para cumplir con su deseo, hasta el punto de que fantaseaba, por ejemplo, con que alguien se atragantase durante una comida, y solo ofrecemos este ejemplo, pues hay otros que harían ruborizar al lector e incluso le harían espantarse: por consideración a esta mujer, no al lector, no los mencionaremos, aunque el lector quizá salga beneficiado con esta omisión, siendo esta otra prueba de cómo un beneficio individual puede repercutir con provecho sobre el prójimo. En cualquier caso, piense el lector que los primeros quince años de matrimonio vivió atormentada por esta fantasía mórbida, por este deseo infausto, por este capricho insano.
Ella deseaba gritar algún día, a pleno pulmón, en medio de un montón de gente, aquella frase de película: ¡No se preocupen! ¡Mi marido es médico!, apareciendo así como una salvadora implacable, como una diva inmaculada. Pero la ocasión nunca se presentaba, a pesar de los cientos de actos sociales y eventos públicos a los que asistían.
Hoy, sin embargo, es tarde. El insigne cirujano falleció hace unas horas y he aquí su funeral. La familia llora, los amigos lloran, el dolor habita hoy entre nosotros más que nunca. E, ironía del destino, es hoy cuando un niño que  come Lacasitos en el pasillo del tanatorio se atraganta justo en el preciso instante en que la mujer regresa del aseo, tras arreglarse un poco después de haber sufrido una explosión de llanto incontenible. Al ver al niño atragantarse, emitiendo sonidos estertóreos y agarrándose la garganta con ambas manos; al observar el espanto y el miedo de la gente que había alrededor, paralizada sin saber qué hacer ante  aquel niño cuya cara parecía deformarse por momentos entre toses y silbidos; fue entonces cuando se acercó corriendo hacia el niño y a pleno pulmón gritó: ¡No se preocupen! ¡Mi marido es médico!, pero nada más acabar el grito tropezó y se derrumbó sobre el niño, que ya se retorcía en el suelo del pasillo, reluciente, inmaculado, el suelo, no el niño; la gente paralizada todavía, a la espera del médico anunciado por aquella señora que, arrasada por el llanto más desolador del mundo, yacía sobre el niño, por cuya boca habían salido disparados como por un géiser los diecisiete Lacasitos que casi lo matan al atrancarse en su garganta.